martes, 29 de julio de 2008

Seimayi Kurnicova II

Del encontronazo con Chabela, ¿De dónde si no me iba a surgir esa necesidad para multiplicarme?¿No sabes quién chingaos es Chabela? Está bien, te lo diré de nuevo, aunque estoy segura de que te aclaré la misma duda cuando te presenté con Eva, ¿a ella sí la recuerdas? Mira, la clase a la que Chabela pertenece no admite tuteos, y menos con pránganas que sustituyen la turbocina o el queroseno para elevar sus sueños por el prodigio de esta yerba milagrosa, pero dejemos de lado la manera en que cada quién resuelve su necesidad de vuelo, porque tú ya bien conoces el combustible de los míos. Te decía que desde que la vi pronunciando la primer palabra supe que las dos nos andábamos buscando. Sí, ya se que piensas que estoy loca o que traigo un pinche viaje de esos sin escala que tanto te horrorizan, pero de nuevo te equivocas y ninguneas mis méritos socializantes, si la tuteo es porque ella lo permite y por el derecho de ejercer la democracia y la igualdad por la que su tío dio la vida, o se la quitaron, en el Palacio de la Moneda allá en Santiago. ¿A poco pensaste que también renunciaríamos a eso de fraternizar con las familias de abolengo para que los milicos siguieran ondeando sus putas banderas de victoria como si nada o como si nadie? Pos ahí si nomás ni madres fíjate, nomás eso faltaba. Pero hay otra razón y esa nada más nosotras lo sabemos, y aunque nos lo callamos, las dos sabemos que la otra sabe. Y en este punto no te hagas pendejo, porque tú también lo sabes y hasta dijiste que era cierto, que esa pinche vieja -bueno, tú fuiste más decente, esa señora, dijiste, era la mera neta y también dijiste que encontrabas en las dos un algo así como una especie de hermandad, algo como una sintonía internacional o no recuerdo que mamada de ese estilo. ¿Ya te acordaste? No, si te digo, estás carbón con la memoria que te cargas y luego sales que con la muerte de las neuronas por fumar mi porquería, ya quisieras un kilito de mis súpergigabytes. Ándale, ándale, ya casi le atinas, Chabela es esa amiga a la que en sus viajes le da por transformarse en médium y hablar con sus ancestros, con los Espíritus; sí, a la misma que le da por ver la forma en que Pedro pudo escaparse –con la intervención del Senador, claro está, y sobrevivir a la maldad de los gorilas bajo el mando de Pinochet -pinche Pinocho Pinochet, tan chingón que se sentía con los dólares y los asesores con que la CIA le subsidiaba la codicia, ese, el cínico hereje con una vocación teológica sacada de no sabemos donde que se auto comparaba con San Pablo y que con las palabras de ese apóstol buscaba encontrar perdón anticipado a sus atrocidades: “Yo creo lo mismo que San Pablo, Dios nos eligió para cumplir misiones y nos facilita el camino para que se haga lo que Él mandó.”, pero el muy milico no contaba con la astucia de Garzón, ese contradictorio y raro juez de España con nombre de rey mago que en lugar de Epifanía fue para el dictadorzuelo el Pilatos que no se conmovió con su argumento de locura y se lavó las manos en el mismísimo aguamanil donde el senil gorila quiso expiar los crímenes de su voracidad.

lunes, 28 de julio de 2008

Seimayi Kurnicova




Seimayi Kurnicova

I

¿Cuántas pecas caben en el laberinto de la búsqueda que es tener dieciséis años cabales y una colección de sueños con su alineación intacta? Apareció aparentemente de la nada, como aparece la capacidad de maldecir en medio de la resaca de la mañana siguiente a una noche cosacamente siberiana. La escena no exigió utilería fastuosa ni efectos especiales: una expresión bondadosa, casi indiferente de su hermana fue el conjuro suficiente "tú con la rusa", para encender un entusiasmo idéntico al calor de las chimeneas soviéticas que Kurnicova tanto alucinaba.
Bebimos en pequeños sorbos -padecimos, suena más preciso, el trago amargo de cualquier presentación, porque lo que es yo, al momento de soltar su mano y separarme por primera vez de su mirada, no retuve ni una sílaba siquiera de la onomatopeya trasatlántica en la que ya, desde entonces, navegaba la fonética de su presencia, pero supe, en cambio, que la ráfaga de escalofríos que puso a la deriva mi razón y mi aparente integridad, acababan de chingar a toditita su madre con mayor estruendo que la capitulación del mítico Titanic.

No cabía lugar a dudas respecto a su encanto, no podía caber, proclamaba ella cada vez que sus ojos cruzaban miradas y florete ante algún espejo ocasional que la casualidad interponía entre ella y el nunca aceptado problema de estrabismo que las otras se afanaban en diagnosticarle en legítima defensa porque se reconocían menos asediadas, menos atractivas. Kurnicova, por su parte, había fundamentado con hilaridad su desperfecto óptico: no es que fuera bizca, que barbaridad, su vocación de vigilar de manera permanente y simultánea la conducta de los dos océanos obedecía a su naturaleza dual: tampoco ella tenía certeza de la ubicación del paralelo o la coordenada que la vio nacer.

Ante la convicción de que el tesoro resguardado en su entrepierna era el motivo recurrente sobre el que se cruzaban las apuestas más insólitas, Seimayi nunca devaluó la cotización en rublos de su sonrisa impecablemente cómplice del fluoruro y disfrutaba, en cambio, en abanicar con aires de condesa las compulsivas pretensiones de la jauría de hombres que soñaba -y literalmente babeaba- con que sus golondrinas hicieran primavera en el controvertido invierno que imperaba entre sus piernas.
Con la misma pulcritud, malsanamente calculada, con la que fraguó su aparición, sin testigos oculares ni testimonios de otro tipo, el día menos pensado desapareció. Para desmentir la absurda teoría de su inexistencia, en muchos de nosotros todavía resuena la cardiopatía que adquirimos bajo el patrocinio de sus inmutables desdenes y, a diferencia de los otros, yo sigo santiguándome frente al altar en donde rendimos culto a su afición militantemente bolchevique de patear el vidrio y pronunciar, con acento inconfundiblemente balcánico el nombre inconfundiblemente náhuatl de Seimayi en cánones precisos que lo enlazan con la fonética kremliana de su otro nombre: Kurnicova.

Seimayi Kurnicova

Seimayi Kurnicova

I

¿Cuántas pecas caben en el laberinto de la búsqueda que es tener dieciséis años cabales y una colección de sueños con su alineación intacta? Apareció aparentemente de la nada, como aparece la capacidad de maldecir en medio de la resaca de la mañana siguiente a una noche cosacamente siberiana. La escena no exigió utilería fastuosa ni efectos especiales: una expresión bondadosa, casi indiferente de su hermana fue el conjuro suficiente "tú con la rusa", para encender un entusiasmo idéntico al calor de las chimeneas soviéticas que Kurnicova tanto alucinaba.
Bebimos en pequeños sorbos -padecimos, suena más preciso, el trago amargo de cualquier presentación, porque lo que es yo, al momento de soltar su mano y separarme por primera vez de su mirada, no retuve ni una sílaba siquiera de la onomatopeya trasatlántica en la que ya, desde entonces, navegaba la fonética de su presencia, pero supe, en cambio, que la ráfaga de escalofríos que puso a la deriva mi razón y mi aparente integridad, acababan de chingar a toditita su madre con mayor estruendo que la capitulación del mítico Titanic.

No cabía lugar a dudas respecto a su encanto, no podía caber, proclamaba ella cada vez que sus ojos cruzaban miradas y florete ante algún espejo ocasional que la casualidad interponía entre ella y el nunca aceptado problema de estrabismo que las otras se afanaban en diagnosticarle en legítima defensa porque se reconocían menos asediadas, menos atractivas. Kurnicova, por su parte, había fundamentado con hilaridad su desperfecto óptico: no es que fuera bizca, que barbaridad, su vocación de vigilar de manera permanente y simultánea la conducta de los dos océanos obedecía a su naturaleza dual: tampoco ella tenía certeza de la ubicación del paralelo o la coordenada que la vio nacer.

Ante la convicción de que el tesoro resguardado en su entrepierna era el motivo recurrente sobre el que se cruzaban las apuestas más insólitas, Seimayi nunca devaluó la cotización en rublos de su sonrisa impecablemente cómplice del fluoruro y disfrutaba, en cambio, en abanicar con aires de condesa las compulsivas pretensiones de la jauría de hombres que soñaba -y literalmente babeaba- con que sus golondrinas hicieran primavera en el controvertido invierno que imperaba entre sus piernas.
Con la misma pulcritud, malsanamente calculada, con la que fraguó su aparición, sin testigos oculares ni testimonios de otro tipo, el día menos pensado desapareció. Para desmentir la absurda teoría de su inexistencia, en muchos de nosotros todavía resuena la cardiopatía que adquirimos bajo el patrocinio de sus inmutables desdenes y, a diferencia de los otros, yo sigo santiguándome frente al altar en donde rendimos culto a su afición militantemente bolchevique de patear el vidrio y pronunciar, con acento inconfundiblemente balcánico el nombre inconfundiblemente náhuatl de Seimayi en cánones precisos que lo enlazan con la fonética kremliana de su otro nombre: Kurnicova.