martes, 28 de octubre de 2008

Nuestros otros

Mostrarse al mundo,
a todos,
desde nuestros otros,
desde la raíz,
desde la vértebra lumbar
del mundo,
porque es ahí en donde duele.
Es precisamente ese grito
el único lugar tangible
en el que verdaderamente somos.

Desde la palabra palabra,
desde el manantial del nombre,
nombre del hombre y de su nombre:
nombre del nombre.

Soy todos.
Pero la muchedumbre atrincherada
en este eco
no hace otra cosa
sino deshabitar sus sílabas
y mi apariencia, entonces,
invoca todos sus presagios
y se aferra a la idea de mi,
esa que se deriva de los todos:
los todos, mis otros,
tú y yo incluidos,
fundidos en la especulación
del tiempo.
Tiempo,
tan-tan lejano,
promesa que no lastima el tímpano
y nosotros somos yo,
somos tú y somos los otros,
somos el pronombre acústico
de la sílaba que busca florecer
en esa aurora
pero ignora el nombre
que debe de acentuar.

Que te nombre con el nombre
que yo quiera,
me pides en un acto confesional
y absolutorio.
Pero no sabemos qué es el nombre,
no mientras fluctuamos en ese laberinto
en el que la soledad impera
y ni tu desnudez caritativa
puede darnos luz para volver al grito.

“Soy una mujer que viene del pecado
y te reflejas en el espejo de mi vientre.
Soy esa espalda
en que tus noches se debaten
y soy el precipicio de esa tentación
que has confundido siempre con
otros precipicios,
soy la dualidad y soy ambigua
porque soy tu salvación
a costa del pecado,
soy también un ingrediente medular
de lo que llaman nuestros otros:
soy el tiempo deletreado
en esta piel
y soy el otro nombre de tu nombre.”

Todo eso me dices
y atragantas un insomnio
desde la palabra noche,
pero no es verdad,
porque en ese eco
pronuncias otra aurora
y el sol de tus entrañas
es otro modo del nosotros
y entonces no tenemos ya otra opción:
si sobrevivimos es mediante nuestros otros
y así somos al mundo:
tú y yo,
nuestros otros,
y esto sí es verdad.

Juan Manuel Bonilla Soto

sábado, 25 de octubre de 2008

Una carta de Seimayi

En el mes de marzo, como en la mayoría de los meses, el santoral se ve colmado de “Juanes”; es verdad, porque de los treinta y un días de ese año bisiesto, aunque el hecho de que no lo fuera no modificaría la estadística, celebramos a dos Juanes. Es el único onomástico duplicado, aunque, con la precisión de qué Juan se trata, confirmamos que de este nombre, tenemos santoral para un buen rato.
San Juan de Dios, ocupa el casillero ocho, miércoles, por cierto, por lo general día no apto para liberar el júbilo y el treinta del mismo mes, ya pasada la euforia por los festejos de la Expropiación, san Juan Clímaco ya nos introdujo una buena dosis de primavera en las arterias, mientras los manteles padecen el derrame de mole en la blancura con que suelen celebrarlo.
Con dos Juanes de por medio, ¿por qué Seimayi prefirió a San Eutimio para despedirse y no otro miércoles negado para los excesos? Primero de marzo del 2000, el obispo, santo y mártir, el día de su festejo, fue testigo, no se qué tan ocasional, de esta carta que en lugar de vocativo anuncia y pide una disculpa y, aunque insinúa o presiente un desencuentro, en realidad se convirtió en la despedida:

Espero que pueda disculparme con este, sí ¿o sí?

11 marzo 2000

Por si no llegara a verte.

Pido 1000 disculpas, porque cuando tú me hablaste estaba súper ocupada, no fue por mala onda.
Me agarraste, la primera vez, haciendo puré y la otra, filtrando el aceite y, como en el trabajo no saben que traigo teléfono, pues no lo voy a andar enseñando (aparte que no puedo traer).
Pero neta que no pude seguir hablando contigo; oye, de verdad, perdóname, sí ¿o sí?
Muchas gracias por tu mensaje, me agradó el detalle, y los detalles que más me agradan son los que menos espero (esos me encantan).
Bueno, ya viste mi horrenda letra, mis faltas de ortografía y la falta de puntuación.
Que tengas un día chidísimo, no solo hoy, sino siempre.

Oye, no te burles de mi flor (al menos esta no se marchita ok).

Con cariño
Seimayi

Una especie de PD:

Perdiste tu gran oportunidad
de verme con mis Rastas.
(Mi cabello completo)



A la distancia, sigo preguntándome si estaba calculado, o por lo menos decidido, eso de llegar precisamente en el momento que yo estaba de viaje. Esas palabras, más bien, el eco de esa caligrafía accidentada me acompaña en medio de signos de interrogación que todavía lastiman, no se si tanto como al obispo y mártir, o de manera distinta que a San Eutimio, obispo de Sades de Lidia, quien sufrió el martirio el año 840 por orden del emperador Teófilo. En el conflicto ocasionado por los iconoclastas, Eutimio se distinguió por el fervor con que defendió las imágenes en el culto religioso. Pero habiendo tomado partido el emperador Nicéforo por los iconoclastas, condenó a Eutimio al destierro, con el que empezó su calvario.

La rúbrica de esa carta, tan efímera, también marcó, de alguna forma, la inauguración de mi calvario. Porque yo estaba convencido de que ella, transeúnte cotidiana del sur de la ciudad, aficionada a patear el vidrio por lo menos un día a la semana, sin reparar en anécdotas ni almanaques, ella, la de la identidad confusa, oculta por su voluntad o extraviada, todavía no se, en el laberinto de dos caprichos etimológicos distintos, estaba conociendo una sensación distinta, estaba comprobando que las pulsaciones de la sangre en las arterias, en ciertos momentos, son verdaderos bazucazos que nos marcan para siempre, dictaminando una dependencia a esas sensaciones, más iconoclastas que el calvario de Eutimo, Eutimio, el obispo y mártir que sigue celebrando su onomástico en el calvario de esa fecha, once de marzo y seguramente ni noticias tiene de lo que le pasa a Kurnikova, a ella para quien el tapiz aéreo de las jacarandas no fue un argumento que explicara el eclipse que estalló en su vientre esa mañana. Ella sintió la tentación temprano pero apenas tuvo ánimo para suponer que la naturaleza declinaba sus ciclos y que simplemente amanecía de otra manera. La incertidumbre de sus tempestades todavía no aclimataba sus reclamos a la nueva circunstancia. Ella sintió, pero en ese tiempo aún desconocía que este mundo se rige por las estaciones de la sangre.Era el sur de la ciudad y la gramática de su temperamento modificó sus paradigmas y sus exigencias. Con la curiosidad de faraona que capotea la tempestad, ella se auto proclamó mártir de la desolación, lo único que parcialmente supo fue que su piel no tiene sosiego sin el psicoanálisis que en sesiones imprevistas él ejecutaba, sin mayores contingencias ni diagnósticos ambivalentes con su tacto.En su adicción por la caricia Ella nunca pone interrogación a los escrúpulos: su misterio es el caballo de una Troya contemporánea que al ritmo de su propio viento se incrusta en la memoria de nuestros fantasmas, mientras a mi, una nueva cruzada de Sulamitas perturba mi retiro y me inscribe en esa esgrima que sostiene con la naturaleza abstracta de sus conceptos.El dragón espera, Ella dice que también espera.Sigue siendo el sur de la ciudad y la antropofagia condimenta sus laberintos con rituales que pretenden ocultarse, pero la piel no tiene amnesia. Cada poro es un onomástico que espera la festividad y el homenaje a la simetría que sus cuerpos alcanzan en esos precipicios diurnos que ni el más antiguo calendario de Galván consigna.Santoral de nada, del nadie en que convierten su osadía. Eso es el equilibrio, la festividad temprana en la que los dos callan esos argumentos que en un contexto diferente conjurarían los alcances de esa tentación que levita más allá del plagio, porque plagios somos en medio de esa turbulenta multitud que en su prisa nos ignora, pero nosotros, nos sabemos. Conocemos de memoria cada respingo como un diácono dice conocer los avatares que San Juan alucinó en esa Patmos que se encuentra lejos de nosotros y nos hace inmunes a la ira apocalíptica predicha y no nos queda más remedio que acatar las órdenes dictadas por la cercanía.Solo entonces Ella comprendió la tentación. No supo cómo desprenderla de su carne y desde siempre acecha. Desde entonces sus banderas ondean y proclaman la victoria en cada encuentro. Ella se atiene a los arrecifes sanguíneos y comprende que el torrente de impaciencia que gravita en sus arterias obedece a un cambio de estación y aclimata sus arrebatos, atempera sus exigencias y solfea tonadas que quisiera apócrifas pero Aute no se presta a ese juego y, resueltos los enigmas, Ella espera, dice que de verdad espera y su paciencia recibe como trofeo pétalos de jacarandas y teje sueños, Penélope temprana, y sigue siendo el sur de la ciudad mientras Ulises zarpa las entrañes de la tierra y proclama en el vagón que el amor es eso, la declaración de una promesa posfechada.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Verbos

La ausencia no es un verbo transitivo,
pero podemos conjugar
su escarcha
y declinar el laberinto abstracto
de sus ríos.

Solos, presintiendo que nos presienten,
pensamos en el otro
y pensamos que él nos piensa
porque apenas somos eso:
desafíos entre diatribas,
vocativo absuelto en medio de ese miedo,
apenas dueños de una certeza que hemos descubierto:
el uno llega al otro amaneciendo,
insomne,
se amanecen y se funden, -momentáneos infractores-,
en esa luz complementaria
donde la caricia iniciática,
dictada en el desvelo,
es la única ley
que sostiene la gravedad de su impaciencia.

La espera, en esta piel,
tampoco es verbo conjugado.

Juan Manuel Bonilla Soto

Las palabras y la piel


La contundencia de las palabras

no radica en su pronunciación;

el anuncio y la promesa

son laberintos fortuitos

perpetrados en el azar,

pronósticos ambivalentes

en espera de verificarse en la piel,

o desmentirse en el olvido.