domingo, 29 de junio de 2008

Del paisaje y del recuerdo


I.- El paisaje y el recuerdo
“La lectura hace a un hombre completo, el discurso lo hace dispuesto, y la escritura lo hace exacto”.
Con esas palabras de Francis Bacon y la postal retórica que jm, el vecino de la Torre Mayor, nos regala en la última entrada a Cachivache, encuentro motivo para invocar los misterios del recuerdo y de la infancia.
Para quienes crecimos en el semidesierto, la invocación del Tyumbulux nos dice nada. No percibimos ni el rumor de su vagancia ni el juicio implacable con el que ata a su vértigo a quienes cruzaron su cauda y sobreviven.
A nosotros, la visión reveladora que nos hace atávicos no es acuática. Acaso acústica. Y es que cuando bajo tus pasos cruje el mundo y solo te quedas con el testimonio de una tierra que se inmortaliza en grietas ya conoces el Déjà Vu que habrá de regir el anverso de tu zodiaco. Nunca la sentencia bíblica de “Polvo eres y en polvo te convertirás” es más profética: las palabras del desierto suelen se oráculo y destino. Para nosotros, para nuestra sobrevivencia, era imperativo desarrollar el principio de levitación: esa sería la equivalencia con quienes atraviesan el éxodo de sus sueños con manos de palmípedos y pulmones de naturaleza anfibia.
No tuvimos Tyumbulux pero las dunas de los jales (antes de la privatización absoluta y el amurallamiento de los mismos por la voracidad de esas compañías extranjeras que recientemente ocasionaron la muerte de mineros en Pasta de Conchos y dejar familias en el desamparo con la complicidad de los gobiernos de derecha) fueron nuestro Oriente recurrente, el faro de nuestras vacaciones y la plataforma de nuestras vocaciones.
La flora, casi tan tímida como muchos de nosotros era suficiente: los mezquites nunca escatimaron la simbología de sus vainas que derramaban su miel cuando los masticábamos y las disyuntivas de sus ramas fueron nuestra materia prima para construir los arsenales con los que desatamos verdaderas guerras de otros mundos en el micro mundo que entonces era nuestro. No acertábamos a equiparar ese paisaje con el Gran Cañón de Colorado, pero sus acantilados y la altura de sus deshidratados perfiles fascinaron y colmaron nuestra fantasía pre púber de niños fresnillenses avecindados en las cercanías del cuatro veces centenario Cerro de Proaño.
Las tunas son emperatrices de nuestra orografía. Por razones obvias de sobrevivencia, más que por respeto real, casi eran intocables, pero no renunciábamos al placer de sus almíbares y para acceder a sus favores era suficiente el argumento de unas cuantas monedas, todavía de cobre, para que los vendedores nos obsequiaran con cardonas, amarillas, blancas, chavindas, burronas, picochulo, rojas y ni las temibles taponas quedaban a salvo de nuestra voracidad, afortunadamente, sin consecuencias fatales para ese crepúsculo de morros que merodeábamos las huertas de nopales y las variedades espontáneas que se multiplicaban generosamente en la periferia.
Sólo los más grandes y atrevidos lograban en aquel tiempo la proeza de llegar hasta el cerro de Chilitos y saquear impunemente el tesoro de las biznagas: los míticos “chilitos” nos eran permitidos solo como artículos de ficción invocados en nuestra esperanza de crecimiento: “algún día nos atreveremos”, era nuestra proclama recurrente. En prenda quedaba nuestra espada de corsarios en océanos polvorientos y nuestras resorteras de mezquite. No tengo razón de alguna que se haya recuperado.

II.- Encrucijadas
El paisaje y la escenografía de la naturaleza también transforman sus alcances, sus esperanzas. El fenómeno migratorio, por fortuna, no solo orienta sus brújulas hacia los dólares: desde otros miradores, algunos destinos se entrecruzan y se reencuentran. Otros se descubren. Personalmente, yo he coincidido con paisanos productivos: artistas de distintas disciplinas, creadores incansables, científicos, investigadores y algunos otros que encontramos en la cátedra una equivalencia a la resurrección. Entre casi todos los invocados existe una madeja de orientación en el laberinto de los destinos que se pulverizan consciente o inconscientemente en la individualidad para después buscar la forma de reconstruirse en una fiebre de colectividad fomentada por recuerdos y alucines. Eso no puede tener, no tiene, otra pista de aterrizaje diferente a la creación.
Sedentarios involuntarios, o por lo menos nómadas resignados al precipicio cardinal de la urbe, desde el acto de contrición que realizamos cotidianamente, desde la experiencia igualmente expiatoria de la lectura, nos reconocemos sobrevivientes victoriosos y herederos del ímpetu de quienes lucharon en el mítico Mixtón.
Vegetarianos ocasionales en las barras de tianguis, supermercados y en el bufet de algunos restaurantes, estamos algo lejos, y no solo por treinta y cinco años, sino por infinidad de rumores que no reconocemos en el tumulto de las horas pico, nos resistimos a claudicar ante el smog y sobrevivimos amparados con la terquedad de la memoria.Bienvenidos a esa postal retórica que construimos y que compartimos, bienvenidos a esa resurrección de la infancia que no todos tuvieron oportunidad de vivir, pero que hoy reconocemos y se revela en cada uno de nuestros actos.
De verdad que el rumor de los recuerdos florece como el cauce del Tyumbulux que José Manuel Gómez Soto, El rojo Gómez, cruzó a manotazo limpio y que fue el pretexto para esta evocación.
Yo sí acepto el reto para dejar de nadar de a muertito en las promesas fluviales que recorren la selva menos luminosa de esta ciudad contradictoria. Se que también ustedes lo harán. Mientras la memoria y el recuerdo sean vigentes, las demás caducidades casi nada importan.

lunes, 9 de junio de 2008

Tu nombre

Tu nombre
Juan Manuel Bonilla Soto

Memoricé tu nombre
porque esa es la única manera
de sobrevivir
al laberinto de tu heteronimia.
Te memoricé desde el primer momento
porque eres dueña de una simetría
que no tiene sinónimos
para definir tanta contundencia.
Te memoricé porque eres semejante
a una diégesis capitular
y eres idéntica al quinto atrevimiento
que la Venus extasiada tiene como vocación.
Te memoricé porque estoy seguro
que tu potestad es epopéyica.
Memoricé tú nombre
porque presentí que es un conjuro
para exorcizar el precipicio;
lo memoricé porque te presiento etérea,
ajena a los mortales
y la única posibilidad que veo
para tenerte entre nosotros
es la invocación del eco, del vértigo,
de la estridencia,
de ese mito que se nos disuelve entre las manos,
dejándonos apenas el eco de tu nombre.