lunes, 22 de diciembre de 2008

Piel canela


Ojos negros, piel canela
Juan Manuel Bonilla Soto

De manera inexplicable, el infinito había quedado sin estrellas ojos negros, piel canela y la verdad, él nunca pensó en la farándula como si fuera algo tangible; en el más atrevido de los casos, redujo esa palabra, con todo su misterio y su sonoridad, a la siempre en fuga desnudez de una cabaretera.
Es que ese día nada encajaba de manera lógica, ni el pronóstico metereológico de la CONAGUA, que se vio obligada a emitir un boletín vespertino acompañado de una disculpa a sus seguidores porque no hubo el menor indicio de precipitación pluvial y muy temprano les había recomendado no dejar sus casas sin los aditamentos necesarios para sortear con éxito los chubascos que se multiplicarían por los puntos cardinales de la ciudad: nadie, absolutamente nadie quedaría a salvo de la intempestiva furia de la lluvia. Y a esta hora, los paraguas y las gabardinas bajo el brazo, lejos de ser un alivio, resultaban, literalmente, una pesada carga. Hasta en la Homosfera, el ozono, de comportamiento más conservador que desafiante, el vapor de agua y el anhídrido carbonizo, permanecieron constantes.
Nada encajaba esa noche, ni el estrépito de los metales que ya lo tenían confundido porque, hasta donde él recordaba, cuando dio el primer sorbo a su copa, sentado en el rincón del antro, solo, la orquesta sentenciaba lo trágico que sería el mundo Si perdiera el arco iris su belleza Y las flores su perfume y su color. Pero ahora, en esa chica que lo acompañaba él veía una amenaza mayor y sentía un desamparo más grande al que sintió cuando tuvo enfrente a Amalia Batista, Amalia bay hombre, y sin saber por qué el miedo crecía y pensó “tal vez sea cierto aquello del temor a lo desconocido” porque nadie de mis amistades supo nunca dar una explicación para sus miedos, mientras que ahora, él, en medio del temor y de la reflexión solo tenía conciencia de que tampoco supo lo que en realidad tenía esa negra que amarra a los hombres...
Tuvo que ser el martíni, no hay otra razón. Él, ortodoxo bebedor de rones, nacionales e importados, a condición de que tuvieran por lo menos siete años de añejamiento en barricas de roble blanco, nunca transigía en sus preferencias, pero el Apocalipsis que surgía de esa mirada si trataba de imponer sus gustos, lo indujo a claudicar y otra vez decía salud y aprovechaba para atrapar con los dientes la aceituna que destilaba licor en el contorno del cuello de su acompañante y él, con la paciencia dislocada y el frenesí en el tacto, pronosticó mediante un susurro al oído de ella, como si fuera un ángel anunciador o un intérprete de Madame Sasu “Chanel No. 5, la fragancia natural de quienes son regidas por el horóscopo de Leo”.
Y su predicción lo único que provocó fue un estremecimiento en ella y descubrir que en la piel del cuello, poblada por una pelusa diminuta, cada uno de los pistilos se erizaba y una especie de salpullido poblaba ese contorno.
Motivado por la reacción hundió el atrevimiento de su olfato en ese aroma que no era otra cosa, sino una osadía de su acompañante y, acaso, un mortífero placer y un arma de trabajo y en ese momento, a partir de ese momento, cayó en la cuenta, ya nada le importaba la insinuación ni la estridencia del ritmo con el que la orquesta quería salir intacta de ese campo de batalla en el que sin duda alguna, él tenía las de perder y tal vez por eso poco le importó que pierda el ancho mar su inmensidad, pero eso sí, con una condición de por medio, bueno tal vez dos, que ella no escatime la ráfaga de sus proyectiles demoledores disparados con tan mortífera puntería que sus sentidos prácticamente ya estaban abatidos y ante esa condición de derrota esgrimía como único recurso redentor el pero de su salvación: Pero el negro de tus ojos que no mueraY el canela de tu piel se quede igual.
¿Cómo no sentir temor si para entonces ya el olfato le anunciaba que un fragmento de quimera hecha pecado se adentraba en el misterio de algo que no podía ser otra cosa que el Chanel No. 5 y de inmediato la coreografìa de esa fragancia ensamblaba la promesa de un nuevo aquelarre con el ritmo de de la piel que se insinuaba ante sus ojos como la certeza de un tarot que mimetiza sus resquemores en la ambigua seducción de la caricia? me gustas tú, y tú…
De verdad, ya no había remedio ni posibilidad de salvación. La única manera de traicionar la intimidad de ese momento era reninciar al grito, a la invocación extemporánea de un ora por nobis justo cuando el gemido exige espacio para su protagonismo. No sabía cuál era el propósito de su exploración, por eso, cada uno de sus hallazgos le significó una declaración: lo primero fue una piel, tersa y arrogante que no estaba dispuesta a escatimar escalofríos.
Cada vez más dueño de esa geometría corporal, la conjuetura deja de ser sorpresa y se vuelve anuncio. Ya exhausto el olfato, el tacto explora su primera hipótesis y encuentra una conexión inexplicable entre sus labios y el cuello de ella, entre sus manos y la disposición de ella para crecer en susurros cada vez más desbocados que ya anuncian un estertor y el gemido aumenta en esa media luz y el ojo de él es un voyeur seimpre a punto del colapso y otra vez el pronóstico, la apuesta y la especulación y la curiosidad incontenible por comprobar que eso que crece en su entrepierna, hace rato dejó de ser el miedo inicial y piensa que no le temerá más a cualquier cosa que tenga esa negra que amarra a los hombres y presiente el advenimiento de una sensación que no imagina tan intensa en ese espacio de la noche, nadamás porque el néctar que se anuncia es la vida o una esclavitud mimetizada ante la que él no interpondrá el menor recurso de defensa porque no le importa quedar atado para siempre ante ese dogma que se llama centrípeta, oásis o mujer y en la que presiente ha de abrevar las indulgencias necesarias para saciar su gula.
Los acordes de la orquesta, él ya no sabe cuál, se esparcen en su espacio como profecías hertzianas ahora que la múcura está en el suelo, mamá no puedo con ella porque en su conciencia se quedó grabado el ritmo inicial de esos ojos que, lo sabe ahora, miran e indulgen desde su negrura y ella es la única que conoce la respuesta a la pregunta de ay mamá qué será lo que quiere el negro? porque ¿cómo no saberlo si es el mismo deseo lo que los funde en esa abolición del recato y en esa renuncia al reflector y al aplauso y ejecuntan, cada uno, pero juntos, sus libretos y ya no tienen tiempo ni ánimo para discutir la cualidad del roble para las barricas y él se olvida para siempre de su necia ortodixia y el escalofrío crece y el estar se hace tsunami corporal y como si fuera una metáfora planeada, el martini seco escurre de esas copas derribadas en la mesa y de los labios de ambos escurren sonrisas tamblorosas y ella, muy apenas recuerda algo que ya no sabe si es promesa o confesión mama, yo me acuesto tranquila/ me arropo pie y cabeza/ y el negro me destapa/ mama qué será lo que quiere el negro?
Y el negro lo único que supo fue que al dejarse guiar por esa potestad insólita del olfato iniciaba una caida libre a la orfandad y no quiso evitarlo. A estas alturas, pensó ¿para qué? y esa fue su última reflexión coherente antes de que sus manos se apropiaran de la redondez de aquellos hombros; como un verdadero prestidigitador escudriñando los presagios en su bola de cristal, la insólita revelación que tuvo ya no le dejó ninguna duda: en medio del tránsito por esa piel piel canela poco la importaba ya la mano de Mary Kay en ese prodigio de color, supo que ya no tenía otro destino sino el limbo de ese instante y para entonces, ya con voluntad de autómata, él tuvo entre su tacto la certeza de que las fuerzas que estaba desatando eran la cúspide de algo que en otro tiempo debió considerse un ritual pagano, porque la mezcla de fervor y deseo que le inspiraba esa textura ya no tenía retorno "ojos negros, piel canla, que me llegan a desesperar".
Atendiendo a los mandatos de un profeta bíblico o la certeza de otro Pigmalión en el crepúsculo, deslizó la impaciencia de su deseo para apropiarse de otra promesa y no quiso capitular ante la temblorosa táctica de aquellos senos que, por última ocasión le ofrecieron su armisticio, no sería tan inmensa mi tristeza como aquella de quedarme sin tu amor pero sus sentidos, prófugos de la razón, intensificaron la retórica flamígera que justificaba esa búsqueda, ese desenfreno.
Y calló, calló en la trampa de la cadencia que tiene esa cintura y con ambas manos se abismó en la crueldad que al mismo tiempo era la bondad hecha cadera y su vértigo fue tal que cuando reaccionó estaba junto con ella, dentro de ella, debajo de esa mesa, conciliando los aplausos de la gente con la humedad que circundaba sus vientres al tiempo que tarareaba, sin descanso, tal vez para siempre y tú, y tú, y tú, y tú, y tú, y tú y nadie más que tú.