miércoles, 25 de febrero de 2009

Chuy Mollá


Chuy Mollá
Juan Manuel Bonilla Soto

Con el aguamanil en la derecha, ella escurría, sin prisa, agua en esa jofaina que, a juzgar por su aspecto, fue testigo privilegiado de escaramuzas como esa en tiempos que tal vez fueron mejores. Antes de iniciar su ceremonia patrocinada por Acuario, permanecieron largo tiempo en silencio, abrazados, pero cada uno metido en su meditación. En este momento no es tan importante hablar de la magnitud de placer que alcanzara cada uno, sino del remordimiento que parecía brotarles de lo que apenas diez minutos antes fue jadeo.
La mano izquierda de ella, argentina en el dorso y ruborizada en la palma, como si hacer lo que iba a hacer la sonrojara, entraba y salía como delfín amaestrado de ese maltrecho golfo que seguramente en otros tiempo impactó a más de uno con la perfección del peltre blanco, adornado apenas con la fraja azul que se deslizaba en su contorno como litoral de júbilo.
A ese hotelucho en el que se refugiaron (un monasterio insólito y abatido para expiar las culpas en medio de flagelos y levitaciones) aún le sobrevivían, además de la base forjada en hierro, con aspecto más de macetero que pedestal para sostener el lavamanos, un pequeño mechero dispuesto con su esponja de algodón inundada en alcohol para tibiar el agua del aseo final; igualmente se negaban a desaparecer los rechinidos de esa cama de latón sin brillo, (invadida por un óxido que pretende ser pátina manufacturada en otra dimensión) rechinidos que seguramente sobreviven como eco de momentos victoriosos.
Ella pide que le acerque el miembro, que lo acune en la sonrosada palma de su mano y cuando lo hizo, no sin antes enfrentarse y derrotar una serie de prejuicios que nunca creyó suyos, porque nunca antes lo condujo nadie de una manera tan extaña a finalizar el acto de la entrega, ella descubrío que la humedad pegajosa que él ponía entre sus manos no era la abdicación ni la derrota, sino el cetro orgulloso que aún después de la contienda pronunciaba su satisfacción con latidos como diástoles de un corazón con taquicardia.
Mientras recibía en el cuerpo del pecado la absolución jordánica de aquellas aguas, él guardó silencio y en su memoria se instaló un litigio semántico respecto a la maternidad para llegar a la conslusión de que si su amigo lo supiera, lo despojaría de toda potestad filial porque eso que acababa de hacer, efectivamente, no tenía madre.

***

Algo había leído de Carlos Monsiváis. Sobre todo sus crónicas en los diarios y, esas lecturas, en algún momento, cuando mi debut en las páginas de periódicos locales, me indujeron a escribir algunos testimonios locos de los que prefiero no acordarme ni citar jamás en mi currículum. Pero ese medio día encontré a un Monsiváis distinto. Un gurú que con la sola invocación me abrió las puertas a lo que fueron los mejore lupanares de los cuarentas, que hasta la fecha yo respetaba en medio de una contradictoria asociación con el anhelo, porque todavía no tenía yo edad, aún no era mi tiempo, pero leer esa sentencia aforística fue el conjuro de mi indecisión "Todo a su tiempo pero el tiempo me nombró su único representante” y amparado en esa absolición declarativa de los yugos que me ataban, decidí adquirir el libro y sentarme a hojerlo en una banca del jardín más próximo porque, posponer la inauguración hasta mi casa, sería un atentado.

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Daniel Polanco, pintor en ciernes, con los pinceles de marta que suponía lo liberarían de un anonimato que él denominaba exilio, lanzaba sus primeras líneas y apuntalaba con colores enfebrecidos la estética de alguien que previamente abrevó en la perspectiva monástica de una pinacoteca religiosa y virreinal.
Daniel era ambicioso, pero tímido. Su timidez no era producto de la inseguridad, sino el resultado de un calustro familiar asumido inicialmente como vocación y posteriormente abjurado como sólo se abjura de una matriarca que le pone freno al entusiasmo.
Él había resuelto romper el cerco de silencio que el caballete le significaba y esa tarde, con su nuevo set de pinceles Kolinsky Tajmir se presentó en la vieja casa de la cultura de ese puerto que, de acuerdo a sus slogan’s, sólo promovía arte desafiante.
Antes de enfilar sus pasos a la sección de plástica, anduvo curioseando en los pasillos y se deleitó con las vocalizaciones iniciales que buscaban ser solfeo; igual quedó maravillado con la flexibilidad de esa practicante de ballet y de cómo soltaba las barras que garantizaban su equilibrio, como si fuera un barco temerario que deja atrás las ataduras de los muelles. En fin, curiosidad de artista.
También llamó poderosamente su atención lo que le pareció un acto masivo de suicidio: un grupo de jóvenes formados, mirándose de frente, con los brazos extendidos y trenzados, mirándose a los ojos como si se tratara de un duelo colectivo de hipnosis y, en el fondo, una plataforma como de árbitro de tenis o de voley bol desde cuya cima, el que parecía ser oficiante supremo, de espaldas a sus compañeros, con las manos en la nuca, sin decir “fuera abajo” renunció a su verticalidad y se dejó caer, solemne y ceremonioso, hacia el entablado de ese puente en ruinas que formaban los brazos de sus compañeros. La precipitación no requirió de mucho tiempo, apenas el suficiente para sobreponerse al corte en la respiración que tuvo al momento en que sentía en su espalda una palmada y, como regresando del vértigo de la caída, escuchó desde una distancia imprecisa: sorprendente ¿verdad?
La voz que lo increpaba continuó acorralándolo con preguntas que no esperaban respuesta ¿tú te atreverías a hacerlo?, ¿te asustó el acto?, ¿piensas que se trata de dementes?, ¿te interesas por el teatro?...

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Al azar, sin un plan de lectura establecido o, más bien, creo yo, por un dictamen oficiante, mis ojos se fijaron en aquella imagen. ¿Cómo no quedar prendido de la silueta que recortaba, soberbia e impune, precisa y preciosa desde la boluta de humo que seguramente escaparía de sus labios en cualquier momento, la nostalgia de esa noche? ¿Cómo no rendirese previamente ante la magia que emanaba de esos pómulos nocturnos y al contundente luto con el que se dolía de alguna cicatriz que no era visible?
Estaba sumergido en ese cuerpo que apoyaba su meditación y su espera en el brazo izquierdo contra ese poste que la acompañaba. Era tanta mi abstracción que no me percaté del momento en que esa mujer se sentó a mi lado. Tamoco sé si estuvo observando por algún tiempo o su pregunta y su solicitud surgieron de improviso. ¿Acabas de comparar tu libro? ¿Me lo prestarías para hojearlo? Te veo muy emocionado con él, tanto que ni siquiera has reparado en mi presencia.
El timbre de esa voz modificó completamente la escenografía en la que mi mente deambulaba. La penumbra de esa calle y la luz que se filtraba por la ventana de persianas tipo cortinillas se transformó en la luz de ese medio día en el que el sol no había decidido otra cosa que brillar. La miré fijo a la cara, buscando la protuberancia sobre las mejillas pero en su lugar estaba un rostro que desde su redondez no dejaba de reir: ella sabía perfectamente que la amparaba la perfección de esa dentadura y que el rubor que iluminaba esa sonrisa no era un acto de mentira.
Como autómata extendí ese ejemplar hasta dejarlo entre sus manos pero permanecí en silencio porque no supe qué decir. Una carcajada de ella, sonora pero discreta me hizo suponer la cara que puse y en seguida su voz me invitó a no preocuparme. Este libro lo conozco, dijo ella.

***
Lo conozco, lo conozco, las palabras retumbaban incesasantemente en su memoria mientras ella acaraciaba entre sus manos ese mienbro, mientras lo mojaba una y otra vez con agua tibia que escurría del aguamanil a la jofaina. Lo giraba entre la palma de su mano como si realizara una inspección de rutina o como si valuara joyas en el Monte de Piedad. Esa intención de escudriñar lo desquiciaba, cada contracción de ella con el tacto era una variante al mandato bíblico de “levántate y ánda”, pero el recuerdo de esas palabras le impedía resucitar completamente.
Sin abandonar la provocación de su sonrisa, ella fijaba el escrutinio verde de sus ojos en los ojos suyos sin entender cabalmente lo que ocurría y él, bajo la hipnosis que no le daba tregua desde que platicaron en la banca del jardín, continuaba escuchando esas palabras “lo conozoco, lo conozco”…

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Mira, el teatro no sólo es locura. No me veas de esa manera. Mi nombre es Chuy Mollá; soy el que coordina este taller y es verdad, el teatro no solo es locura, pero que no se acerque al escenario quien se crea completamente cuerdo. El arte, al igual que la locura es libertad, es carencia de ataduras y el teatro es arte y tú, ¿cómo dijiste que te llamas? Es verdad, no te he dado tiempo para responder a mis preguntas. Gracias, Daniel, bienvenido al apocalipsis que que se llama bambalinas. ¿Pretendes ser actor? ¿Acaso escribes guiones? Entonces déjame adivinar. Seguramente eres escenógrafo, por eso los pinceles, son de marta, ¿verdad? Las palabras de Mollá hicieron lo que no hubiera logrado alguno de los folletos con los que la Casa de la cultura invitaba a sus actividades y, olvidándose de su intención primaria, de acercarse a las actividades plásticas, decidió quedarse en las dramáticas porque, a fin de cuentas, haría lo mismo pero sin tener que soportar la esquizofrenia de otros aspirantes a pintores, ni de los pintores mismos.

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Junto con su talento para crear escenografías y telones fue creciendo su amistad con Chuy Mollá. Además de director y dramaturgo resultó ser un concedor del arte en cada una de sus expresiones. La sensibilidad que demostró para criticar los tazos de Daniel, más que una agresión o un regaño, fueron asumidas por éste como una alternativa para mejorar esos proyectos. Además de un maestro, Daniel encontró en Mollá un ferviente admirador y un encarnizado defensor de sus creaciones. Su mecenas y su protector.

***
¿Te parece interesante el rostro de esa actriz? Alguna vez yo vi esa pelicula y me impresionó la forma en que ella caminaba entre las calles. Era yo muy joven y debo confesar que, como a ti, esa figura también me sacudió. Se me quedó grabada tan adentro, que en cuanto la vi en tu libro no pude resistir la tentación de hojerlo nuevamente, porque como ya te dije, ese libro lo conozco. Yo quise disimular la doble turbación que me invadía, por un lado, en efecto, el impacto de esa imagen me había dejado absosrto, a tal extremo que una desconocida pudo darse cuenta y por el otro, la seducción que emanaba de esa presencia, de esa cercanía. La forma en que sus ojos me miraban. O tal vez la forma en que yo veía que me miraban, que quería que me miraran. Por eso del libro, al dejarlo entre sus manos, mis manos brincaron a las suyas, como queriendo comprobar que mi deseo encontraba eco y que esa chispa que yo veía en esos ojos y la invitación de esa sonrisa no eran figuraciones mías sino que estaba ante la puerta de entrada, entreabierta ya, de lo que podría ser una contienda más allá del celuloide y lejos del burdel porque ella, con esa piel, con esa sonrisa, con esos ojos, con esos labios y esa dentadura, de ninguna forma podía provenir del lupanar.
Te siento inquieto, murmuró. ¿Prefieres que intercambiemos opiniones acerca de tu libro y de la chica de la foto en un lugar con menos concurrencia y sin estar expuestos a la curiosidad de los paseantes? ¿Quisieras que nos pusiéramos a salvo de esta plaga de insectos, en algún lugar en donde no te escondas para verme tal como quisieras? Conozco un lugar discreto, no muy lejos de este sitio y si de verdad quieres… podemos estar solos con nuestros pensamientos y resolver nuestros deseos. Cumpliendo plenamente nuestras ocurrencias ¿te parece buena idea?

***
Cuando el deseo sobrevive la penumbra y permanece, latente, para retrasar la despedida, es un deseo legítimo, sincero, pero sobre todo, es un deseo satisfecho que engrandece su nobleza en la satisfacción del otro. Por eso la mano de ella se esmeraba en el aseo, por eso el estertor de él entre sus manos. Pero en ocasiones las palabras nos conducen al abismo, son un pasadizo que nos lleva al miedo, a la renuncia. Él no podía comprenderlo plenamente. No al principio. No del todo cuando la escuchó decir, “este libro lo conozco”, no podía descubrir ningún presagio en la expresión “lo conozco” porque además de todo era cierto, ese libro es muy conocido.
En todo caso, las palabras de ella le enseñaron que el miedo es un sinónimo de resistencia para recuperar la dicha o el placer que, ya sabemos, con alguna de sus trampas no nos dejará escapar. Cada vez que ella cerraba su mano en torno de su miembro, en él se incrementaba la conciencia de que ese era su fin. Pero no podía explicarlo. La potencia de su sangre exigía, golpeando con violencia sus vasos capilares, regresar al cuerpo de ella, recuperar esa temperatura que lo desquició hace un momento, pero el poder de las palabras fue mayor y él sintió morir cuando ella, queriendo atemperar ese retorno, tal vez queriendo prolongar ese momento recurrió a la palabra, buscó argumentos para justificar el estribillo que repetía desde el jardín, “lo conozco, lo conozco” y remató con las pregunta que dejarían todo en claro. ¿Eres artista? ¿Escritor acaso? ¿Tal vez actor? Ya se, dijo por fin. Eres pintor, dibujante. Algo de tu temperamento me lo dijo y ¿sabes? también tengo conocimiento de ese ambiente, me agrada y aunque poco lo frecuento, siempre estoy al tanto de las novedades porque ¿sabes? tengo un hijo vinculado al arte. Es dramaturgo. Se llama Chuy Mollá, ¿lo conoces? ¿Has oído hablar de él? Y Daniel, en ese momento descubrió que su sensación no se llamaba miedo. Se llamaba remordimiento, tal vez remordimiento por no poder consumar el retorno a ese desafío, aunque su cuerpo y ella así lo reclamaran.

Lady Gagá


Tú y Lady Gagá (Canción)
Juan Manuel Bonilla Soto

Lady Gagá parece levitar
desde su extravagancia.
Pero tú, corazón
confiesas que el silencio, nunca más.

Lady Gagá
se oculta en una anacronía
que en ella es algo por venir,
sin embargo yo,
explorador de este día
caminé lejos
en sus ojos marrones
I walked away…

Pero debajo de esos puentes
sólo había silencio
y promesas de ocasión.
I walked away…
Todo eso, corazón
para encontrarte en el misterio
y no saber qué color hay en tus ojos.

Todo eso corazón
para no escapar de tu piel,
para tenerla como verdad,
tu piel, corazón,
el murmullo bajo los puentes
por los que caminé,
otra forma de levitar, de extravagar en ti.

Por todos esos puentes caminé, corazón.
En todos esos puentes te encontré.
Confiesas que el silencio nunca más,
que el silencio nunca más.