miércoles, 17 de junio de 2009

La esperanza de Seimayi


Sin duda esos eran los 126 segundos de más esquizofrenia en la vida de Seimayi Kurnikova. De tanto padecerlos, ya sabía que cuando los disparos del cañón sumaban veintiuno eran en honor al presidente quien, por alguna efeméride importante, acudía personalmente a la ceremonia en la Plaza cívica en la Secretaría. Veintiún descargas de artillería con intervalos de seis segundos entre cada disparo. 126 segundos.
Lo sabía de memoria como si también participara ella en la ceremonia, aunque en realidad odiaba esa rutina y no es que fuera antipatriota o no sientiera admiración por algunos de los héroes que nos dieron patria, pero tanta ráfaga de artillería la tenían siempre al borde del grito.
-Veintiún disparos, seis segundos entre cada uno, la bandera insignia del Mando Supremo tiene cinco estrellas blancas en la franja verde y ese júbilo o esa malancolía ondean al viento como los pañuelos blancos en las despedidas.


Con ese soliloquio que la hacía sentir como maestro de ceremonias, Seimayi prefería evadirse y encaminaba su andar hacia zonas menos estridentes. Francisco Sosa era uno de los destinos recurrentes cuando esas ansias de fuga la asaltaban. Esa era la ruta de su escape porque sabía que, como la primera vez, sin duda la conducirían a la plaza del folklore, la plaza del multiflolklor en donde admiraba las artesanías, en donde su primer desafío al look consistió en llenar su pensamiento -y su cabeza, con la policromía de los listones y las trencitas que no mucho después se convertirían en las rastas ceremoniales de su nueva personalidad. La rutina y el ritual se fundían en esas evasiones, en ese ponerse a salvo de las salvas del cañón.
Mientras caminaba, como una extraña devoción, jugaba entre sus dedos con las chaquiras de su collar. Las recorría como si fueran las cuentas del rosario de las seis: Misterios Luminosos, Segundo Misterio: "Su atorrevelación en las bodas de Caná". Se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y como faltaba vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: No tienen vino. Jesús le responde: ¿qué tengo yo contaigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora. Dice su madre a los sirvientes: Haced lo que él os diga". Con esas palabras, Seimayi Kurnikoba recordaba el fervor de Levitación Guzmán. Sin dejar de camirar, como pronunciando alguna letanía absolutoria recordaba la simbología que ya le daba identidad: Las chaquiras rojas de su collar de rastafari simbolizaban la sangre derramada y ella, en un acto de contrición reconocía que lo que más amaba de África era el arrojo de Mandela y el fin del Apartheid; las chaquiras verdes son la representación del paraíso que estaba muy lejos de su alcance, son el símbolo de la tierra de las mitologías con las que ella construía su imperio onírico, son la idealización de la tierra del ritmo y la percusión de los yambés entre los que prefiere el Atabanque, porque está hecho en madera de Jacarandá de forma cónica y usados en rituales de candomblé y umbanda, de estos conoce el Rum, el Rumpi y el Le. Otro de sus favoritos es el Tambori del que se afirma que porta artículos misteriosos en su interior, como el corazón de un enemigo, o una copia antigua del Corán. Las chaquiras negras son el punto de contacto entre su nostalgia y el color de la piel de Onírico Valdez que, más que negro, era una variación entre mulato y morisco y a quien animaba en la intimidad con las palabras –así, mi negro, asi, y esas palabras eran una especie de conjuro o de refugio que tornaban más amable la espera que de tan acumulada ya la empezaba a aniquilar. Y se vuelve a refugiar en el recuerdo y recrea en su mente ese cuerpo que tal vez no sea de negro ni mulato, ni morisco, sino simplemente lo recuerda, en un arrebato de lirismo y lo añora como el palo de rosa cuyo color es una combinación de pétalos, oros y ocres con una mezcla perfecta y armónica de azules, que al tacto es duro y firme pero al manejarlo es suave y despues de un tiempo de estar en las manos de una se calienta y logra ser parte de una dejándome su incomparable olor que ninguna madera tiene y su textura es indescriptible para todo aquel ajeno a las bondades de esta madera que bien puede ser dura y firme como el acero o suave como el nombre que lleva.... así te recuerdo, Onírico Valdéz. El amarillo, símbolo de la esperanza, le murmuraba siempre que su destino se cumpliría plenamente cuando regresara al altiplano, a esa casa de San Luis tan próxima a la estación del tren, descubierta cuando la celebración de Santiago Apóstol, cuando ella, sin tener otra cosa que hacer, se sumó a los cientos de feligreses y peregrinos que acuden a este sitio portando ofrendas florales que depositan en la iglesia y cientos de velas que encienden en los altares de la misma y que contribuyen a darle un aspecto realmente esplendente y fascinante; igualmente se maravilló con las danzas en la calle y la multitud bailando en La Marmota, pero también esa ocasión en la Alameda la impresionaron las parvadas coreograficas de las golondrinas que por el vértigo del vuelo y por la cantidad hicieron primavera en su memoria desde la primera vez.

Sí, regresaría en cualquier momento a la casita de la anciana con las manos repletas de artritis y de bondad el corazón. Al fin que escuchar las historias que ella no se cansaba de repetir era fascinante. Historias surgidas en el delirio de Levitación Guzmán, pensaba Kurnikova, aunque Levitación siempre se empeñó en afirmar que eran verdad.


–Tengo que volver, tego que volver-, era el estribillo que marcaba el ritmo de sus peregrinaciones, la magnitud de su esperanza.

miércoles, 10 de junio de 2009

Ni poeta ni agachado, sólo intimidad

Recientemente, Roberto León Santander publicó su primer libro de poesía: Ni poeta ni agachado, sólo intimidad.
El libro se publicó bajo el sello de "SÍSIFO EDICIONES" en su colección "Biblioteca literiaria"; la ilustración de portada es de Miguel Ángel Sánchez Macías, mientras que el diseño de la misma estuvo a cargo de Carlos Isaac Pineda Vázquez.

Felicidades, Roberto. Este blogg te augura mucho éxito.

Los pliegos cogitantes del doctor

Los pliegos cogitantes del doctor: o la efeméride sin tregua.

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Con la memoria invicta, su fe declarativa no altera en las palabras lo que parece geometría abastracta, pero no olvidemos que Roberto León, antes que poeta, es filósofo, por lo tanto, sus palabras, aunque parezcan, no son ni geométricas ni abstractas.

Sin renunciar a la maravilla con la que el lenguaja puede ejercer su mímesis, este poeta logra fusionar los dos misterios: el laberirnto lógico y la seducción por transgredir y con ello incendia todos los párvulos que lo circundan para –también- beneficiarse él con la simbiosis porque ahora, desde esa dualidad artesano-intelectual, se aprecia una mirada retrospectiva que tiene en las vivencia –dolorosas o algarábicas- del pasado, el faro en que derivan sus albricias del presente.


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Este libro no es, bajo ninguna circunstancia, un acto de renuncia, es, en todo caso, un acto de asunción en cuya penitencia pueden intuirse los pecados. Con paradigmas básicos, que no simples, concreta estos pliegos cogitantes en los que cohexisten los testimonios de un nihilista a contrapelo con ciertas ¿fantasías? hedonistas en este ejercicio confesional carente de mitos y antifaces que vislimbran sus arrecifes almáticos y los de sus semejantes.

En ninguna de sus sílabas econtramos rubor o titubeo por concretar esa rara alianza entre un ritmo y un rito triunfante que desde lo más profundo de su naturaleza lúdica se nos entrega como amante plena. Tampoco es perceptible en la consonancia de sus rimas pretención alguna para competir con la estridencia ni con el porvenir de estos relámpagos de mayo que en su coro de luz y asimetrías, junto conmigo, le damos la bienvenida a este onomástico de vida que se llama “Ni poeta ni agachado, sólo intimidad”.

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Aforismos encubiertos o acrósticos mutantes, parábolas o apologías, no importa: no conozco todavía de un laberinto que renuncie a transponer su propio Minotauro. Tampoco debe preocuparnos la intermitencia de esas Dulcineas apócrifas y Fuensantas pospuestas. Lo que verdaderamente importa es el juramento implícito para decir verdades y la generosidad de este bohemio que renuncia a ser Arturo porque le apuesta más a la perversidad que a la pureza.

Conozcamos a Roberto León Santander, poeta que no nació en una rivera del Arauco vibrador, sino en las proximidades de la de San Cosme y conozcámoslo desde la emoción y la amistad porque en el corolario de este testimonio no hay arqueología verbal ni futurismo léxico. Hay, en todo caso, un perpetuo presente del indicativo que nos lleva, como el plano del pirata, a la cueva del tesoro.

Dejemos el prejuicio en la antesala, pero, sobre todo, disfrutemos de esta declaración cronológica que reclama la dipsosición de todos nuestros albedríos para comprender esta confesión nerudianamente coincidente de alguien que ha vivido: Ni poeta ni agachado, sólo intimidad.

A los pliegos me remito.

Juan Manuel Bonilla Soto